Conciencia


Me han pasado una receta para el correcto vivir. Una receta infalible, me prometieron, para que la existencia sea algo que merezca la pena. Una receta para cocinar los días que quedan por venir de una manera tan sublime, que evitará que te preguntas si hay otra forma mejor de haber vivido.

La receta contenía ingredientes muy sencillos de recordar, pero quizá no tan fáciles de conseguir, pensé entonces.

Un poco de «a vivir que son dos días», una pizca de «si no miras por tus propios intereses, ¿quién lo va a hacer por tí?», algo de «ándeme yo caliente…» y todo bien aliñado con buenas dosis de «carpe díem».

Muy buena pinta. Se me hacía la boca agua. De pronto vi mi porvenir brillar como las máquinas de Padilla. Me vi viviendo, sin preocupaciones, sin dudas, sumergido en la sencillez de un pensamiento puro: disfruta y cuídate.

Y hasta parecía fácil de cocinar. 

Y me puse manos a la obra.

Pronto descubrí que es muy verdad eso que dicen las madres (las mejores cocineras): aunque la receta sea la misma, e incluso con los mismos ingredientes, cada uno le damos nuestro toque especial a los platos.

Triste descubrimiento éste. Al menos en mi caso.

Me aferré a cada segundo transcurrido, exprimí cada idea, cada risa, cada brote de cariño.  Estrujé todo aquello que aparentaba ser susceptible de disfrutarse.

Me coloqué el uniforme y las gafas de disfrutador que disfruta desde el yo y para el yo.

Fuí un alumno aplicado, siempre lo he sido.

Y, sin embargo, el plato me salía una y otra vez con un sabor amargo, un regusto desagradable que, muy al final de la degustación, me dejaba inquieto.

Volví a repasar la fórmula una y mil veces. Probé a cambiar el orden de los ingredientes. Pregunté y pregunté. Pero el amargor seguía ahí.

¿Cómo podía ser que algo tan sencillo, tan simple, como dedicarme a disfrutar y punto, no surte los dulces efectos de la felicidad y sosiego que me prometían?.

El mismo que me dió la receta, me daba ahora la clave: «amigo mío, no estamos solos».

No estoy solo. No puedo estarlo. 

Mis días están conectados con los de los demás. Y esa ineludible participación de la existencia de los demás se manifiesta en mí de una única manera.

La conciencia.

Y una vez que aparece, ya no puedes dedicarte sólo a ti, desde ti mismo.

Necesito de los demás, me guste o no. Y mi felicidad va enganchada de la de los demás. De aquellos que están más cerca, primero. 

Odiosa y maravillosa dependencia ésta.

Pero en cualquier caso, es amarga. Porque ya es dependencia.

Necesidad de algo que no se puede controlar por completo. 

Conciencia, como forma de vivir en conexión necesaria con la realidad de los demás.

Conciencia es vivir más feliz si sólo puedo disfrutar sabiendo que los que están a mi lado también lo hacen.  En mayor o menor medida.

Y por exclusión, mi disfrute de la vida desconectado del de aquellos que elegí para estar a mi lado es algo totalmente absurdo, imposible, irreal.

Carpe Díem, si, pero compartido. Siempre.

Amarga necesidad. Maravillosa experiencia.

Yo mismo me di la receta del disfrute personal.Yo mismo me pasé la receta en un momento de desengaño.

Y en esos momentos de desengaño, la conciencia amarga más que nunca. Por eso quise darme una receta nueva, de olvido, de tabla rasa.

Una estupidez. 

No estoy solo. Y no quiero estarlo.

Aunque durante segundos fugaces, quiera huir de mi propia conciencia, estando solo.

 

 

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